Es probable que mi primer abrazo por el gol de Iniesta se lo diera a un tipo que me odiaba y que finalmente consiguió que me despidieran. Intento no volver mucho a ello. Me animo diciéndome que me hubiera abrazado al mismísimo diablo de haber estado por allí. Lo siguiente es un fundido en negro. O en blanco. Cuando el estadio Bernabéu no tenía asientos en los fondos y el público veía los partidos en posición de firmes, cada gol del Real Madrid provocaba una ola que nos arrastraba cinco o seis metros en dirección a las vallas y que prodigiosamente nos devolvía luego al lugar donde nos encontrábamos en principio. En ese tránsito había una pérdida general de conciencia. El gol de Iniesta provocó en mí una sensación similar, aunque es posible que esta vez no todos hayamos regresado a la posición de origen.

En aquellos días yo era cronista en las grandes ligas, adiestrado (creo) en las nuevas reglas del periodismo escrito. El reto ya no consistía en escribir la mejor crónica, sino en hacerla más rápido que la competencia. Sin embargo, la final no dejó ningún resquicio para anticipar la jugada. No se pudo adelantar ningún texto al descanso, como sí ocurre en tantos partidos del Madrid, y tocar el teclado durante la prórroga hubiera sido entendido como un ejercicio de alta gafancia. De modo que hubo que esperar al gol de Iniesta. Supongo que en ese momento se arrancaron los cronistas más diligentes. Yo, sin embargo, decidí no perderme nada. Aunque tal vez no fuera una determinación consciente, sino un tipo de parálisis postcoital, ese tiempo que los clásicos utilizan para fumarse un cigarrillo o un cartón. El caso es que vi por la televisión el beso de Casillas a Sara y, por supuesto, no me perdí el momento en que Iker levantó la Copa al cielo de Johannesburgo.

Fue entonces, y sólo entonces, cuando abrí la maqueta y descubrí una inmensidad de columnas por rellenar. Más que una crónica, aquello era un relato corto, una entrevista del Jotdown. Sufrí vértigos. Me sentía incapaz de hacer una descripción del partido porque sólo recordaba el gol de Iniesta. Tampoco me quedaban adjetivos después de gastarlos todos en cuartos y semifinales. Y lo que es peor: la felicidad que sentía era tanta que no me veía motivado para escribir. Sólo tenía fuerzas para sonreír embobado. Personalmente, creo que es mucho más sencillo ponerse a la faena cuando algo te duele. En las derrotas más decepcionantes los dedos se deslizan por las teclas como los pies de Fred Astaire por el suelo. Pero la plenitud es aplanadora. Nadie compone un soneto después de echar un polvo. Es antes. 

Escribí con sudores fríos y temiendo no llegar nunca al final. Imaginaba a los operarios de la rotativa esperando mis páginas y a los conductores de los camiones de reparto aguardando inquietos a que terminaran los de la rotativa. Al jefe de cierre no tenía que imaginármelo porque caminaba a mi alrededor. Sobre mí pesaban sus miradas y las posibles pérdidas económicas generadas por el retraso, un dato que siempre deslizaba alguien el día después.

Cuando acabé estaba exhausto y mínimamente aliviado. Permanecía la alegría de la victoria, pero ya me fue imposible reintegrarme a la fiesta. Después de cada partido, el cronista tiene que jugar el suyo propio y yo no tenía la menor idea de cómo había terminado el mío. 

Creo recordar que el periódico se agotó aunque la tirada fue de récord, con lo que espero no haber causado ningún perjuicio económico a nadie. Hay quien me dice que todavía lo guarda, lo que creo que es una costumbre más o menos extendida entre los muy aficionados. Yo también lo conservo entre una pila de papeles a la que todavía me acerco poco. 

Pasaron muchos años antes de que volviera a leer la crónica. Me alegró que no se notaran las gotas de los sudores fríos y que el texto destilara emoción, tan desordenada y tan juvenil como la que sentíamos todos a esas horas. Esa era la idea. Así que diría que cumplí con mi parte. Ahora sólo falta que la ola del Bernabéu cumpla con la suya.  

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