En España hizo mucha gracia que la malvada de la serie fuera una lagarta en sentido estricto y hubo quien repetía el chiste con el paso de los capítulos como si nadie lo hubiera hecho antes. Chistosos al margen, V quedó grabada en nuestra memoria de adolescentes hormonados como la serie de una alienígena que estaba muy buena y que respondía al nombre de Diana, sinopsis básica. A algunos se nos desarrolló a partir de entonces el gusto por las mujeres antipáticas, incluso caníbales. Mientras muchos espectadores en su sano juicio se identificaron con la resistencia encabezada por la bióloga Juliet Parrish y el periodista Mike Donovan, otros nos sentimos representados por los ratones engullidos y por engullir. Diana (Jane Badler) no sólo devoraba roedores fiel a sus instintos reptilianos; también se comió la serie y a muchos de nosotros.
Ya comentamos cuando fue el turno de El gran héroe americano que la pervivencia de una creación audiovisual, en este caso una serie televisiva, no tiene relación alguna con su calidad. Aunque los efectos especiales obligaban a un presupuesto considerable, V era un producto de serie B que se adentró sin rubor en posteriores letras del alfabeto. Sin embargo nos atrapó de algún modo y para siempre. Y el hecho no se justifica porque existieran dos únicas cadenas, telespañolito te guarde Dios. V compartió parrilla en TVE con series como Fama, MASH o Mike Hammer, por citar sólo producciones americanas. Pero V las resistió el pulso y, a ratos, les dobló el brazo.
Así explicaba su fascinación particular el escritor argentino Patricio Pron en un artículo en ABC: “Quienes crecimos en Argentina en la década de 1980, los días de V, perdonamos todos sus defectos. Llevábamos dentro un legado de miedo que venía del periodo anterior, el de una dictadura militar con métodos no muy diferentes a los de los extraterrestres de la serie, e intuíamos que habría otras invasiones en un futuro que nos arrastraría con él. Por entonces, V nos enseñaba que era posible enfrentar las amenazas de un mundo hostil y nuestra memoria, después, hizo el resto. Los ochenta son ahora la década de la infancia, la nuestra, y quizá, la de una cultura. Su ridículo y sus excesos no nos importaban: éramos felices porque cada día, un poco antes de que nuestras madres nos llamaran para cenar, derrotábamos una invasión extraterrestre”.