El hundimiento del Titanic, en la madrugada del 14 de abril de 1912, merece cuando menos una reseña anual. En palabras de uno de los supervivientes, Jack Thayer, aquella tragedia “despertó al mundo contemporáneo”. La afirmación tiene mucho sentido si pensamos que aquel era todavía un mundo sin guerras mundiales, confiado en el progreso, inocente de muchas maneras. La conmoción que provocó el desastre (más de 1.500 muertos y 675 supervivientes) hizo ver que todo podía salir mal y la historia estaba a punto de confirmarlo. Hay quien piensa que el accidente fue un castigo a la arrogancia humana que comenzó por el nombre mismo del buque y continuó, asegura la leyenda, con el desafío del armador: “Ni dios puede hundir este barco”. Sin embargo, las verdaderas razones del hundimiento son una sucesión de acontecimientos banales y de errores casi infantiles, de pecados de confianza extrema y también de mala suerte.