El problema que genera la polarización del debate, deportivo o político, es que siempre hay una parte que desacredita el argumento contrario aun antes de escucharlo. Desde esa base el intercambio de pareceres —ya ni menciono la rectificación— resulta del todo imposible. No es que no haya pensamiento libre, es que no hay ganas de ejercerlo. Todo lo que no es militancia es conspiración y el Real Madrid, precursor de tantas cosas, también ha ido a la cabeza en esto. Mi idea en este artículo es lamentar el victimismo del Atlético, en concreto del propietario Gil Marín, pero sé que mi opinión será descalificada por ser yo madridista, como si esa condición inhabilitara el razonamiento independiente, como si ser aficionado nos anulara como adultos con criterio, capaces de distinguir lo que es de lo que nos gustaría que fuera.
En este sentido, los fanatismos no distinguen colores. Aquí no hay señoríos, ni rebeldías ante el opresor ni conciencia identitaria. Tan intransigentes son los de un lado como los del otro, y lo afirmo con conocimiento de causa, porque antes que madridista es todavía es más frecuente que me tilden de antimadridista, basta con que me permita una crítica o un acceso nostalgia, o que, en un intolerable acto de provocación, invoque el nombre de Vicente del Bosque.
Que a estas alturas de siglo haya aficionados que se crean mejores y más fieles por cerrar filas en torno a su equipo de fútbol dice muy poco de nuestra evolución educativa o de nuestra evolución en general. De eso se benefician quienes hacen proclamas populistas, ahora el Atlético y antes el resto. Agarrarse a una acción interpretativa —eso fue la patada de Ceballos— para justificar una eliminación y de paso denunciar, ya puestos, la perversa influencia del lobby madridista sobre todos los estamentos del fútbol es, en el mejor de los casos, una exageración lisérgica.
No cayó el Atlético por la dichosa acción de Ceballos, ni fue masacrado a faltas, ni existió persecución a Morata, al que se pega mucho, aunque no tanto como a Vinicius. No sucedió nada ajeno al fútbol en el Bernabéu, lo que no niega que el Madrid haya contado con el beneficio arbitral en algún tramo de su historia, y si calculo que esto fue hace más de treinta años es porque entiendo que los favores no fueron más allá de las ligas de Tenerife.
También es cierto, quién lo va a poner en duda, que existe un lobby madridista y que es poco sutil salvo en honrosas excepciones. Sin embargo, pensar que los árbitros se dejan influir por la repercusión mediática del Madrid es hacer recaer sobre ellos la infantilización del fanático, y, en consecuencia, tomarlos por seres poco profesionales y bastante pusilánimes. Doy por hecho que el árbitro, como el cronista, tiene como prioridad hacer bien su trabajo. Igual que el futbolista, por cierto, ya sea de la cantera del Madrid, del Barça o del Atlético.
Miguel Ángel Gil se queja para escurrir el bulto ante lo que podría ser una temporada penosa. La motivación del quejoso siempre es la misma, hay poca originalidad al respecto: justificar un fracaso. Habrá quien piense que así funciona el sistema y hay poco que se pueda cambiar. Pero no es cierto. No podemos decir que todos hacen lo mismo porque hay un entrenador de nombre Imanol Alguacil que no lo hace, asumo que con el beneplácito de su club. En cada comparecencia pública, el entrenador de la Real Sociedad es un ejemplo de educación y civismo futbolístico. No llora ni cuando tendría motivos, no da cuartelillo a los fanáticos ni se dirige a los imbéciles, sólo a las personas que tienen pensamiento crítico o que tal vez lo adquieran después de mucho escucharlo. Hay esperanza, por tanto. Aunque sea mínima.