La intención primigenia era escribir aquí sobre Maureen O’Hara, una de las actrices más fascinantes de la historia del cine; su personalidad estaba a la altura de su belleza y muy pocas divas (humanos en general) pueden decir lo mismo, quizá la Hepburn. El motivo es difuso (ver fotos y suspirar) y seguramente innecesario: más apropiado que preguntar por qué hablamos ahora de la O’Hara sería cuestionarnos por qué no lo hacemos habitualmente. Si necesitan una excusa deportiva la tengo: su padre, Charles FitzSimons fue copropietario y cofundador del club de fútbol The Shamrock Rovers, el más laureado de Irlanda y el favorito del actor Colin Farrell, que vio jugar a dos de sus hermanos en el primer equipo. Pero esa es otra historia. 

Según cuentan, la joven Maureen FitzSimons era una notable futbolista, aunque lo más exacto es decir que tenía un cuerpo privilegiado también en términos atléticos, apto para todos los deportes y acrobacias: medía 1,73 y corría como un gamo. Esa indómita vitalidad se reflejó luego en muchos de sus personajes. Sin embargo, a pesar de su reconocida afición por los deportes, su vocación era la interpretación y el canto. Esta última querencia la heredó de su madre, la contralto Marguerita Lilburn. 

Todo transcurría con apacible normalidad hasta que en el camino de Maureen se cruzó Charles Laughton, quizá el mejor actor gordo del cine, si se me permite la clasificación. Laughton, que ya era una estrella tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, había creado una productora de nombre Mayflower Pictures y buscaba caras nuevas. Nada más ver el rostro de la joven FitzSimons quedó cautivado. A la melena pelirroja (al 10% de los irlandeses les arde el pelo), se añadían unos penetrantes ojos verdes y, sobre todo, un ademán orgulloso muy irlandés y muy apropiado. 

Laughton, de madre irlandesa, la convirtió en protagonista de la película Jamaica Inn (1939), quizá el trabajo más discreto de Alfred Hitchcock, probablemente el mejor director obeso de la historia del cine, ya que estamos metidos en carnes. Lo cierto es que jamás sintonizaron Hitchcock y Laughton y de sus encontronazos salió de boca del director una frase memorable: “Nunca trabajes con animales, con niños… o con Charles Laughton”.

Pero me estoy yendo por las ramas. Si llegados a este punto alguien precisa una nueva excusa deportiva, aquí la tengo: en 1928, Charles Laughton (todavía en forma) interpretó a un futbolista en la obra The Silver Tassie, un alegato contra la Primera Guerra Mundial escrito por el irlandés Sean O’Casey. Harry Heegan, que así se llama el jugador, regresa del frente inválido y trata de adaptarse al mundo de los ilesos. De las inclinaciones deportivas de Hitchcock tenemos diversas muestras, aunque ninguna tan evidente como Extraños en un tren.

Volvamos a la bella Maureen, ahora apellidada O’Hara por imposición de Laughton, que también barajó el apellido O’Mara. A su siguiente trabajo, ya en Estados Unidos, acudió también de la mano de su protector. Esmeralda la Zíngara (con Laughton de jorobado de Notre Dame) supuso su inmediata confirmación como estrella. Ganó fama y dinero, pero no perdió el orgullo irlandés. “Por no permitir que el productor o el director me besen o me toqueteen cada mañana, han contado por ahí que no soy una mujer, sino una fría estatua de mármol”.