No siempre lo mejor se reserva para el final. Como si la creatividad y el talento tuvieran un perfil similar a una etapa del Macizo Central en el Tour de Francia. De esas que nunca terminan en alto. Son demasiados los artistas cuyo talento se desborda a una edad temprana, para hacer cumbre, y una vez alcanzada la obra maestra, solo queda un lento descenso desde la cima. Por delante brota una vida honrosa, una carrera en la élite incluso, pero nunca más aquella perfección eterna. De tarde de verano en la niñez. También en eso fue Benzema un artista a contracorriente.
Niño de origen argelino, algo gordito y poco diestro para el regate. No eran las mejores cualidades para sobresalir en los campos de tierra de Bron-Terraillon, en la periferia de Lyon, donde todo estaba por hacer. También los sueños de Karim. Estos cabalgaban entre las estampidas de Ronaldo Nazario y la elegancia de Zidane. Al abrigo de sus dos ídolos construyó una carrera en la que siempre sufrió para quitarse la etiqueta de impostor. Nunca fue un depredador como el brasileño. Tampoco un bailarín como su compatriota. Quizá por ser un incomprendido se dedicó a compenetrarse con todos sobre un terreno de juego. Prefirió ser el medio antes que el mensaje. Hasta que todos le entendimos a él.
Su fútbol remitía al realismo mágico. Porque sus gestos engañaban al aficionado común y sus estadísticas no explicaban todas sus acciones en un terreno de juego. El dorsal era otro señuelo. Nos hicieron creer que era un gato, y terminó siendo el más felino de cuantos delanteros pisaron el Bernabéu. Sigiloso y elegante.
Hay una obra del escritor extremeño Luis Landero que explica a Karim Benzema, o al menos lo encuadra. El galo bien podría ser Gregorio Elías, el protagonista de la novela, quien evoluciona a partir de una impostura. En su afán por escapar de la mediocridad de su origen y su rutinaria existencia articula una nueva realidad donde su alter ego, llamado Faroni, fantasea con un mundo donde todas sus expectativas son cumplidas. La ciudad es proyectada entonces como símbolo del progreso, del conocimiento y de un nuevo mundo por descubrir. Esa ciudad fue el Real Madrid para Karim.
Cargado de ilusiones juveniles llegó al club más laureado con ganas de comerse el mundo. Pero esa ciudad, -tal y como le sucedió a Faroni-, lo recibió de uñas entre las exigencias propias del cargo y una competencia feroz. Benzema dejaba efímeros destellos de calidad pero no cumplía con el rutinario martilleo de cualquier funcionario del gol. Su afán entonces fue complementar al resto de sus compañeros antes que reafirmarse a sí mismo. Ser mejor a través de los demás.
Y ese afán, otro de los conceptos trascendentales para entender las peripecias de los protagonistas de la obra de Landero, le cambiaría la vida. Fue ya en la madurez, alcanzado los treinta, sin más protección que la venda que cubría su mano, cuando Benzema rompió en ese delantero total. Cuando su fútbol no necesitó subtítulos. Al contrario que Faroni, fue en la edad tardía donde Benzema encontró esa vía de salvación que lo encumbró a estandarte del madridismo. Y lo hizo en una competición cargada de realismo mágico como la Copa de Europa.
“El afán”, dice uno de los protagonistas de Juegos de la edad tardía, “es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que todo eso produce”.
El afán de Benzema le dio todo a Karim.