Que el Real Madrid cuente con 20 Copas del Rey y 14 Champions League no es una tara, es una definición. Por algún extraño motivo que no tiene relación alguna con la distracción común o la falta de motivación —el equipo ganó sólo cinco veces el torneo en sus treinta primeras ediciones, por los 13 títulos del Athletic—, el Real Madrid nunca se ha encontrado a gusto en el campeonato que promovió en 1903. Hay, por tanto, una primera razón química: en el tuétano de los equipos hay filias y fobias que heredan o transmiten las aficiones a partir de un hecho que suele ser irreconocible.
Que la Copa sea un cabo suelto en la trayectoria inmaculada del Real Madrid en términos históricos —hasta vencer a Osasuna había perdido más finales de las que había ganado— no ha quitado el sueño a ningún madridista, pero de tanto en cuanto (básicamente, cuando se pone a tiro) proliferan los aficionados que reivindican la importancia del torneo. En este caso, además, ya se habían cumplido nueve años desde el último triunfo (gol de Bale) y la anomalía era llamativa. El equipo post-Cristiano (segunda parte o continuación del mejor Real Madrid de siempre, discutámoslo si quieren) lo había ganado todo a excepción de la Copa.
Lo que ahora se ve como un desenlace natural, cómo no iba a ganar el Madrid (no había final tan desequilibrada desde que el Barça ganó al Alavés en 2017), entrañaba sin embargo un buen número de peligros. La obligación de ganar va en contra de la esencia del juego y puede resultar asfixiante. De manera que el primer mérito fue aceptar la responsabilidad y no albergar dudas ni siquiera cuando empató Osasuna. Decimos que saber jugar finales es una virtud tan trascedente como el estado de forma o el talento, pero también lo es saber jugar contra tan equipos en pleno estado de excitación, no achicarse ante sus ansias históricas.