No sé determinar el año, diría que fue en 2012 o 2013, quizá un poco antes y no mucho después. El caso es que se organizó un partido de fútbol entre los que en el periódico jugábamos cada semana una pachanga y un combinado de futbolistas femeninas, algunas del Rayo y del Atlético. El promotor de la idea fue un subdirector que estaba convencido de que perderíamos y se regocijaba con la idea. Aún no sé si quería montar su particular versión de la batalla de los sexos o sólo buscaba un motivo para burlarse de nosotros. Era un tipo singular.
Nuestro equipo, muy poco formal, estaba integrado por periodistas de diferentes edades —algunas provectas como la mía, la mayoría más florecientes— y reforzado por un par de becarios mineralizados y supervitaminados. Aunque había gente que jugaba bien y el conjunto general era bastante digno, no creo que hubiéramos ganado un torneo de medios.
Nos presentamos en el campo de tierra de Las Rosas, una llanura siberiana al este de Madrid, como hubiéramos acudido a cualquier otro partido, con la sana intención de jugar al fútbol y llevar la contraria al subdirector singular. Personalmente, me intrigaba cuál sería el nivel del otro equipo porque no tenía referencia ninguna. No seguía el fútbol femenino y no era capaz de imaginar cómo resultaría el partido de reñido, caso de que lo fuera. Recuerdo que minutos antes del comienzo ellas calentaron armoniosamente y algunos de nosotros, desperdigados por nuestro campo, trotamos anárquicamente sin perderlas de vista. Juraría que otros no se tomaron ni la molestia de trotar.
Mi impresión general, más allá del resultado, es que el físico fue un factor esencial a nuestro favor. Me refiero, naturalmente, al físico de los que estaban en forma por tener veinte o treinta años, no a mi depauperado cuerpo de juglar. A partir de esa base, las chicas competían en evidente inferioridad de condiciones en carreras y balones divididos, también en las disputas por alto y, sobre todo, en los disparos desde larga distancia. En las porterías también había una diferencia insoslayable, dramática en ocasiones. Lo que más me llamó la atención en sentido positivo fue su organización a la hora de interpretar el juego, su esfuerzo por atender a los espacios y el virtuosismo técnico de una jugadora, copia en femenino de Özil, ahora campeona del mundo.
No sé si ese día acerté en mi retrato con Polaroid del fútbol femenino (seguramente no), pero es evidente que no tuve en cuenta su velocidad de desplazamiento. Lo que vi ya no era cierto seis meses después, qué decir del año siguiente, o del otro, o de los más próximos. El propio fútbol femenino tenía diagnosticados mucho mejor que yo sus problemas y en su crecimiento estaba la solución. La fortaleza, no advertida por mí, no se encontraba en las caras del retrato, sino en lo que venía por detrás. La mejora física y técnica de las jugadoras forma parte de una evolución natural que solo precisaba de tiempo y puertas abiertas. Sobra decir que hoy, los chicos de entonces, hubiéramos perdido contra cualquier combinado femenino de nivel mediano y hasta es posible que alguno, yo mismo, hubiera sufrido contusiones múltiples por choque contra Salma Paralluelo o Irene Paredes.
Tengo para mí que el Mundial 2010 fue un premio por no desfallecer, un reconocimiento a tantas generaciones de aficionados que lo soñaron y no lo vieron. Lo que no podía suponer es que esos sueños estaban alimentando al mismo tiempo a generaciones de mujeres que han decidido ser futbolistas y que desde hoy encontrarán referentes propios. Era fácil (y cierto) decir que Aitana tiene mucho de Xavi, que Salma tiene algo de Torres o Irene de Piqué, pero desde hoy las comparaciones son tan viejas como esa anécdota mía que ha cumplido diez años. Ya no hay nada que una a las campeonas con el pasado de no ser esa inercia que nos arrastra a todos desde hace un siglo (plata en Amberes 1920) y que ha obrado el milagro de que, después de tantos sinsabores y no menos alegrías, sepamos tanto de fútbol, que, por fin, no distingamos entre hombres y mujeres.
Hemos vuelto a ganar y, tanto tiempo después, por fin sé qué futbolista hubiera sido yo en función de mis características, veloz e insistente, a poco que me hubiera acompañado la suerte: Ona Batlle.