El artículo es festivo, pero parte de una atrocidad y termina igual. Poco después de hacer estallar dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos comenzó a planear nuevas pruebas nucleares. Como si no hubiera quedado claro su poder destructivo. La Operación Crossroads tenía como objetivo comprobar la resistencia de los barcos de guerra, tamaña estupidez. Con esa idea se reunieron hasta 90 buques y acorazados (americanos, japoneses y alemanes) que se mantenían a flote, pero cuyas reparaciones por daños en el combate no salían a cuenta. El lugar elegido para el experimento fue el Atolón de Bikini, un paraíso de 36 islas con una laguna en su interior (lo que viene siendo un atolón) que pertenece a las Islas Marshall. NI qué decir tiene que llamar Marshall a esas islas es una traición a la historia. Debieron recibir el nombre de Alonso de Salazar (1526) o de Álvaro de Saavedra (1528), descubridor uno y conquistador del otro. John Marshall se limitó a pasar por allí en 1799 y a llevarse el bote. Pero esa es otra historia.

Muchos de los científicos que habían participado en el Proyecto Manhattan (desarrollo de las primeras bombas nucleares) desaconsejaron las maniobras: no pasemos por alto que la bomba de hidrógeno que se iba a lanzar sobre el Atolón de Bikini era 1.000 veces más poderosa que la de Hiroshima. No fueron escuchados. Los militares estaban entretenidos decidiendo si en los barcos debían meter animales para observar en ellos el efecto de la radiación. Finalmente no se incluyó tripulación alguna.  

Para los ojos de Europa cualquier noticia era susceptible de resultar apocalíptica. No hacía un año del final de la guerra y se estaban llevando a cabo los Juicios de Nuremberg. El miedo estaba instalado en el tuétano de los supervivientes. “Se deben prohibir las explosiones atómicas en el agua porque, en principio, el agua es un explosivo nuclear tan temible como el mismo uranio”. La advertencia la hizo en la Academia de las Ciencias de París el ingeniero aeronáutico francés Robert Esnault-Pelterie, teórico del vuelo espacial. En los periódicos se hablaba abiertamente del riesgo de destrucción planetaria.

Aunque no todos se lo tomaban tan en serio. El parisino Louis Reard, un ingeniero que había heredado la mercería familiar, imaginaba formas de reactivar el negocio. La inspiración le vino en Saint-Tropez, entonces poco más que un pueblo pesquero en el corazón de la Costa Azul. Aquel verano de 1946 se volvieron a ver bañistas en las playas y Reard reparó en que las mujeres remangaban sus trajes de baño de una pieza para broncearse mejor. A partir de aquí, decidió mejorar la invención del diseñador Jacques Heim, que había presentado años antes y sin demasiado éxito el Atome, un traje de baño de dos piezas bastante recatado. Como alguien explicó después, el punto de controversia no estaba en las dos piezas, sino en mostrar el ombligo. Ese es el atolón que descubrió Reard. Lo suyo no era una revolución textil, sino sexual. Le bastaron cuatro triángulos de tela forrados con hoja de periódico que podían guardarse en una caja de cerillas. Como no encontró a ninguna modelo que aceptara posar con tan escueta indumentaria, recurrió a una bailarina de streap tease, Michelle Bernardini, de 19 años. Su aparición dejó boquiabiertos a los periodistas que se dieron cita el 5 de julio en la piscina del Hotel Molitor de París, donde se hizo la presentación. Sobre el cuerpo de Bernardini se ajustaba una reducción de bañador nunca vista. En sus manos, aunque nadie reparó en sus manos, la chica mostraba una caja de cerillas. Reard llamó a su invención “bikini” porque estaba seguro de provocaría una explosión similar a la que habían generado los americanos cinco días antes. No se equivocó.

Michelle Bernardini, con bikini y caja de cerillas. Ese día cambió la historia.

Aquí se impone un inciso. Como en todo, los griegos llegaron antes. Y después los romanos. Existen mosaicos en Villa Romana del Casale (Sicilia) que muestran indumentarias deportivas femeninas que pasarían por bikinis actuales. Tampoco andaban lejos de los bikinis los trapitos que cubrían el cuerpo de Maureen O’Sullivan en algunas de las películas de Tarzán. En Tarzán y su compañera (1934), el proto-bikini es parte esencial del erotismo de la película. Lo único que no muestra Jane es el ombligo. Enseña un pecho y en algún momento el pubis. Con todo, lo que resultó más escandaloso fue que Tarzán y su compañera durmieran juntos sin estar casados. Ese mismo año se impuso el Código Hays con las siguientes consignas: “No se puede mostrar ninguna hendidura, ninguna ropa interior de cordón, ninguna medicina o bebida, ningún cadáver y nada que explicite cómo se comete un crimen”.